jueves, 28 de abril de 2016

del no esperar nada de nadie o hay quien se ha forjado una armadura



Alguna vez, mediante la lectura, reflexión y discusión de un aforismo de Jorge Ángel Aussel, que versaba sobre la conveniencia de no esperar nada de nadie, yo defendía la idea de que aunque sepamos esto y nos lo hagan aprender, aun si nos lo repiten dos, tres o diez veces y a pesar de que lo veamos escrito en cientos de postales; llega un momento en que nos encariñamos tanto con un familiar o un amor, que esperamos que bajo ciertas circunstancias la persona en cuestión actúe de cierta manera, respetando un acuerdo no estipulado con nosotros, aludiendo al civismo más elemental. En otras palabras, esperamos que haga ciertas cosas: al fin, esperamos algo de alguien.

Creo que es parte de nuestra naturaleza, contradictoria y endeble, porque además, lo queramos o no, somos seres sociales y tejemos lazos fraternos, a veces con una rapidez pasmante.

Aunque sí creo que existen personas que se hayan vacunado contra la citada estupidez. Individuos tan lastimados, traicionados o que han visto tan de cerca la mierda más humana del hombre, que aprendieron a vivir su vida sin esperar, ni anhelar, mucho menos querer nada de nadie. Gente con costras impenetrables formadas del dolor y el conocimiento.

Yo, quienes me leen lo imaginarán, soy del tipo de persona que confía, que se entusiasma y que por consiguiente espera cosas que no tendría por qué esperar. El tonto buenagente que da y espera recibir al menos algo parecido.

Quizá los años me provean de la armadura. Quizá no.

miércoles, 20 de abril de 2016

Un egoísta mentiroso



Alguna vez, cuando tenía unos 20 años, mi madre me dijo que algo que le agradaba mucho de mí era que era una persona que no mentía porque no sabía mentir.

Creo que entre otras cosas el asunto tenía que ver con que los días viernes en que me iba a echar cervezas con mis amigos, nunca intenté disimular no haber tomado, ni traté jamás de camuflar mi aliento con chicles y otros remedios.

Contrario a la mayoría de mis amigos, cuando entré a la universidad sabía tomar. Podía tomarme entre cinco y diez cervezas sin pasar de una bella felicidad alcohólica, estar un poco ebrio, pero nada más; entre reflexiones de chamaquitos pendejos y canciones rancheras. Podía tomar el autobús y llegar a la casa sin problema. Pasar a ver a mi madre y saludarla con el habitual beso en la mejilla.

Tomaste verdad. Sí. Con quién fuiste. Con tal o tal o tal. A dónde fuiste. A tal lugar. No tenía necesidad de mentir. Nunca tuve necesidad de esconderme para tomar. Aprendí con mi familia. Aunque no con mi madre, ciertamente.

Pero el asunto a narrar no tiene que ver con mis borracheras escolares, sino con la confianza que mi madre me tenía.

Así llegó un día, un día en el que a mi hermana se le ocurrió que podía tomar mis cds y mis dvds y llevárselos sin comunicarme ni pedirme nada. Algunos los perdió, algunos los prestó y no se los devolvieron; el chiste es que mis cosas se perdieron.

Cuando le reclamé mis cosas a mi hermana se hizo la loca e hizo un berrinche. Mi madre me reprendió y me acusó de ser un egoísta y un mal hermano. Además, como bono extra, toda mi fama de persona honorable que no miente (en ciertas cosas, porque todos mentimos) se fue por el caño. Estaba yo acusando a la consentida de mis padres, de los dos, para acabarla de chingar.

Aprendí que una verdad que hiciera quedar mal a mi hermana se convertía en mentira por defecto.

lunes, 18 de abril de 2016

Nuestros impermeables



Cuando era niño e iba con mi hermano a jugar beisbol, lo hacíamos los días martes, jueves y sábado, montados en nuestras bicicletas. Los dos primeros para practicar el entrenamiento y el último para jugar un partido contra otro equipo; mientras tuvimos campos para jugar y una liga organizada, después, organizados entre nosotros.

Los martes y jueves íbamos de cuatro a seis y media, por lo que al empezar la época de lluvia corríamos el riesgo de mojarnos durante la práctica o en el regreso a casa sobre nuestras bicicletas.

Así que mi madre, una buena madre sobreprotectora, nos compró unos impermeables para que en caso de que nuestros cuerpecitos se expusieran a las gotas de lluvia los pudiéramos cubrir, y mantener a salvo. Eran impermeables amarillos con un pegoste del oso Yogui a la altura del corazón, que a mí me daba vergüenza utilizar.

Los llevábamos bien resguardados de las miradas de los curiosos en el fondo de la maleta en la que transportábamos nuestras cosas. No recuerdo haberlos utilizado si alguna vez nos sorprendió la lluvia en el campo de beisbol. Qué ridículos nos íbamos a ver, protegiéndonos de las ingenuas gotas mientras los demás las soportaban sólo con sus gorras.

Los usamos más de una vez, sólo durante el regreso a casa, pedaleando bajo un aguacero, ante las miradas divertidas de la gente del pueblo. Los usamos una vez jugando basquetbol bajo la lluvia un sábado después de jugar beis, recuerdo las risas de mis amigos ante lo chusco que me veía con mi atuendo amarillo del oso sonriente.

Recordé nuestros impermeables ayer, leyendo a Bukowski: Había peleas continuamente. Las profesoras no parecían enterarse de nada. Y había siempre problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase a la escuela un paraguas o un impermeable era automáticamente marginado {…} Cualquiera que fuera visto con un paraguas o un impermeable era considerado un mariquita.

jueves, 14 de abril de 2016

de nosotros los "normales"...



Creo que siempre buscamos al que es diferente a nosotros para poder señalarlo, para apuntarlo como el espécimen raro, al que hay que joder, porque el asunto es joder a alguien. Al tipo que es muy alto o al que es demasiado bajo, al obeso que camina con trabajos y al que está casi en los huesos; al que es muy tonto pero también, por qué no, al que es demasiado listo, que a nadie nos gustan los sabelotodos: esos listillos preferidos de los profesores, y sus madres que los presumen y sus tías que también los presumen como propios.

Tenemos que sentirnos superiores a alguien en algún lugar, debemos ser parte del grupo dominante al menos por un tiempo, ser grises y opacos para no destacar ni para bien ni para mal, no llamar la atención para no generar ni aversión ni asco, tampoco envidia. Ser parte del montón de los comunes, tan mal llamados “los normales”, que en ocasiones son tan anormales que dan miedo.

Es tan gracioso –pero de esa risa que duele mientras tu mandíbula trabaja– ver como segregamos a esa persona diferente con la que estamos en contacto: apartándola, señalándola, designándola con nombres que sonrojarían a nuestras madres.

Pero cuando el cine nos trae precisamente un personaje así, casi una calca del que maltratamos, siempre nos ponemos de su lado, y nos compadecemos y nos sentimos mal y maldecimos a los malandrines que le hacen la vida complicadísima. Y sufrimos con él, incluso, lloramos a veces. Al final de los filmes, sonreímos con la victoria de ese ser diferente que se sobrepuso a todos, nos alegramos con él. O lamentamos su muerte injusta en caso de que así haya sido.

La vida es mejor en el cine. Ahí siempre elegimos el lado correcto de la historia.

martes, 5 de abril de 2016

Recuerdos de un excatólico V


En el periodo de dudas existenciales que viví, en el que comencé y seguí cuestionándome la existencia de dios –el dios de los católicos, que es el que me enseñaron a adorar– en ocasiones me recriminaba la pérdida y/o el cuestionamiento de los principios que se me inculcaron desde pequeño. Cómo era posible que “sabiendo” que era hijo de un dios inmenso y poderoso, amoroso como ninguno, tuviera el atrevimiento de cuestionarme su existencia.

Eran pensamientos molestos que merodeaban por mi cabeza. Una lógica en apariencia lúcida en contra de los dogmas aprendidos y repetidos una y otra y otra vez. Mi pensamiento propio confrontado al impuesto por mis padres y el contexto en que crecí.

En algún momento tuve una idea. El pensamiento de algo que me satisfizo y me dio certeza lógica y espiritual. Podía dudar sin considerarme un sacrílego:

Dios me dio la inteligencia que poseo (y todo lo demás), mediante esta inteligencia es que me cuestiono todo lo que se me ha dicho con respecto a él, incluso su existencia. Así que es gracias a él, que yo dudo y que pienso todo lo que da vueltas en mi cabeza. Si quería que nos tragáramos el cuento completo sin protestar, debió hacernos estúpidos. Paradójico el asunto.

Este argumento luego mutó en un simple y contundente dios no existe. Al menos no el dios que me presentaron a mí.