“La inesperada virtud de la ignorancia”.
Bendito el ignorante, el que no sabe, el que no se atormenta con preguntas que
no puede responder, o que responde fatalmente, con los peores escenarios y las
más nefastas posibilidades. El que es feliz en su desconocimiento. Ese
ignorante que vive su día a día, sin esperanzarse con un futuro feliz,
relativamente feliz, me refiero; con ciertas alegrías que puedan opacar el gris
casi monocromático de todos los días: la risa contagiosa ante el pedo largo y
sonoro cuando ninguno lo esperaba; la confusión y la carcajada al escuchar algo
disparatado y sin sentido; el meme compartido, tan estúpido y risible, esas
risotadas sinceras, grandiosas. Ese que no piensa en un futuro al que quizá no
llegue, que no se atormenta con las posibilidades de cada cosa, que no se cansa
pensando. Que puede creer que con sus rezos y plegarias recibirá la ayuda
requerida, que se siente escuchado y cobijado por ese dios que lo ama a pesar
de conocerlo, porque es su hijo y su hermano a la vez. Ese hombre que se siente
resguardado tras recitar apurado una oración.
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