martes, 29 de julio de 2014

No contaba con su astucia


Cuando era un niño de 7 años todos mis compañeros de clase veían Chespirito. Así que el día martes todos hablaban de las hazañas y desventuras del Chapulín Colorado, el Chómpiras y la Chimoltrufia, el doctor Chapatín, los Chifladitos y el Chavo del 8. Yo no podía participar en las pláticas, ya que mi madre no nos permitía ver a Chespirito. Decía, repitiendo las palabras de un tío suyo, que ver a Chespirito era para idiotas, para niños idiotas.

Entonces, mi escuela estaba llena de niños idiotas. Pero a mí no me lo parecía. Más bien, yo era el único aburrido que no sabía qué era una pastilla de Chiquitolina, ni para qué servía; o qué carajos era la Chiripiorca. Aun así podía interpretar todo el lenguaje existente a partir de ese mentado programa. Que si te golpee fue sin querer queriendo, o ya ves que yo como digo una cosa digo otra, pus para que te digo que no si sí, tengo o no tengo razón.

Un año después, los días lunes, me apuraba a merendar para subir al cuarto donde estaba la televisión. Prenderla, y poner el volumen lo más bajo posible, y así disfrutar clandestinamente de ese programa para idiotas, que me resultaba tan divertido de ver. Ni a mis hermanos se los comenté nunca, no fuera a ser que me acusaran con mi madre. Si alguno subía, apagaba el televisor.

Fue hasta que tenía como 20 años, que conocí a Don Ramón y Quico, quizá mis dos personajes preferidos. No sé cómo, ni por qué, pero hubo un boom del Chavo del 8 en esos días. Comenzaron a transmitir los episodios de hacía 30 años, y fue un trancazo. Los transmitían hasta 5 horas diarias, con los mejores niveles de audiencia. Todos estábamos viendo al Chavo y al Chapulín. Muchos más, los descubríamos por vez primera.

Es un programa que puedo ver y ver y ver, sin aburrirme, sin cansarme, aun sabiendo que ya me sé los chistes. Me siguen haciendo reír. Y será que en efecto soy un idiota, pero me parece un programa genial. La genialidad en la simpleza. La genialidad del “pequeño Shakespeare”. Y hace poco vi un episodio que no había visto jamás.

Y lo valoré más al darme cuenta, que a diferencia de todos los comediantes actuales, Chespirito nunca usó un doble sentido vulgar, nunca un albur, una referencia escatológica. Adoro esas secuencias hilarantes en “la escuelita”, cuando el profesor Jirafales libra esa infinita batalla intentando educar a esos malcriados.

Por otro lado, me da gusto que hayan homenajeado, ya varias veces por cierto, al señor Chespirito, yo creo que se lo merece, por los millones de risas de las que es responsable.

Así es que somos muchas generaciones de idiotas, que nos divertimos y lo seguiremos haciendo, porque no parece tener caducidad. Lo veo con Gil cuando lo encontramos en la programación de la tele, y los dos reímos, no como idiotas, más bien como niños.



viernes, 25 de julio de 2014

Los ídolos de un niño raro II


Cuando éramos niños y mi padre estaba en casa, debíamos, o mirar lo que él mirara en la televisión, o hacer otra cosa. Creo que ni siquiera nos atrevíamos a solicitarle que le cambiara de canal a algo para niños. Así eran las cosas. Muchas veces hicimos cualquier otra actividad: jugar a tantas cosas, jugar en el terreno baldío frente a la casa, qué sé yo; nunca hubo aburrimiento. Si no, a mi hermano se le ocurriría algo.

Pero entre las ocasiones en que decidí ver la televisión acompañando a mi padre, nació y germinó mi afición por los deportes: tenis, futbol americano, y sobre todo beisbol. Mi hermano y yo nos hicimos fans de los Atléticos de Oakland, coincidentemente el nombre del equipo en el que tiempo después jugaríamos en la Liga Pequeña Matlatzinca, el equipo del Money ball, y casa también de algunos de los más célebres tramposos (McWhire, Canseco, Giambi).

También, cierto tiempo después, mi padre llegó un día con dos manoplas infantiles, una pelota y un bat de madera. Afortunadamente, la casa tenía un patio lo suficientemente grande como para poder jugar al beisbol. Bueno no jugar propiamente, pero sí para lanzar la pelota y hacer algunos batazos. De forma que cuando llegamos por vez primera a entrenar con Don Rigo, se sorprendió al ver que ya sabíamos atrapar la pelota sin temerle, como la gran mayoría de los nuevos.

Creo que ya me desvié. Pero ha valido la pena. La cosa es que viendo la televisión con mi padre, adquirí aficiones que aún conservo. Se ganaron mi admiración Andre Agassi, Steffi Graf, Carl Lewis, Canseco, McGwire y Rickey Henderson; Jerry Rice o  Lawrence Taylor. Y de entre todos ellos, en uno de los podios más altos, estaba Fernando Valenzuela, el toro Valenzuela.

Obviamente no me tocó ver sus mejores años, la Fernandomanía, verlo, saberlo y gozarlo: “novato del año” y ganador del “Cy Young” (premio otorgado al mejor pitcher de la liga), en la misma temporada, 1981, además de campeón y MVP de la Serie Mundial. Pero aún así, yo vestía a veces para asistir al kínder, una playera gris de manga larga con el número 34 al centro, debajo del letrero azul de Dodgers en manuscrito. Y tenía otra de un niño con un garrote, bateando. Todo obra de mi padre. A Gil le compré una playera talla 8 cuando tenía como 2 años, que a mí me gustó muchísimo, alusiva a Lou Gehrig, el caballo de hierro. Hombres al fin y al cabo.

Me comentaba Silvio Manuel sobre Maradona: “fue, es y será mi ídolo”. Y lo entiendo. Con el tiempo supe darle todo el valor que el Diego merece. El que no veía de niño cuando estaba disfrazado de drogadicto antideporte, el que te vende una sociedad moralina de doble moral, que señala defectos, tan humanos que te acercan a la persona, no al mito. Que al fin prefiero los antihéroes a los héroes acartonados, falsos como ellos solos. Responsables, pienso, de muchos complejos nuestros.




viernes, 18 de julio de 2014

Los ídolos de un niño raro.


El pasado martes 15 se llevó a cabo el juego de estrellas del beisbol de las grandes ligas, en Minnesota. Algunos de ustedes ya saben que me gusta mucho el beisbol, que lo jugué de niño y adolescente. La verdad es que quería escribir sobre esto desde el año pasado, pero no me había animado. Ahora, tras el juego del martes, hay un buen motivo para hacerlo.

Derek Jeter jugó su último juego de estrellas, de hecho se le homenajeó en el mismo. Además participó en el triunfo de su equipo. Jeter es parte de una generación que ganó todo a finales de los noventa. Está en varias de las listas con las mejores estadísticas ofensivas. Es uno de los poquísimos jugadores que siempre estuvo en el mismo equipo; igual que el implacable Mariano.

Pero lo que es aún más sobresaliente, es que es uno de los “poquisísisimos” peloteros que no usó sustancias prohibidas para incrementar su rendimiento, que no se dopó. Para tener mejores marcas, para tratar de ser el mejor. Y eso, me parece tan sobresaliente, como el número de hits que ha bateado o los títulos de serie mundial que posee. Es un tipazo.

Hoy en día, parece que jugadores tan admirados en su momento, como Marc McGwire, Barry Bonds, Roger Clements, Sammy Sosa, Many Ramírez, no van a ingresar jamás al salón de la fama. A pesar de los bestiales records y hazañas de los que fueron protagonistas. A pesar de todo lo logrado. Todos desenmascarados, algunos cínicos y mentirosos. Todos tramposos. Una carrera tirada al excusado.

En su momento me dolió mucho. Eran mis ídolos de la niñez. Mis admirados jugadores. De quienes platicaba extasiado sus proezas en el campo. Mis héroes. La muerte de mis ídolos.




miércoles, 9 de julio de 2014

Breves apuntes en torno a la muerte.


No le tengo miedo a la muerte. Ni a envejecer. No entiendo esa paranoia enferma de temer cumplir años, de negar la edad. Que si casi tienes 30, o 40. Lo preocupante en todo caso sería tener 30 y parecer de 40: verte muy jodido y nada radiante.

De niño le temía a la muerte. Pero más bien era un temor a no saber qué es lo que iba a pasar cuando muriera. Si acaso sería una eternidad acostado en un ataúd, sintiendo el paso lentísimo del tiempo. Eso me asustaba. Eso me imaginaba. Me veía encerrado en un ataúd, despierto.

Cuando tenía como 18 o 20 años, vanidosamente, pensaba en qué pasaría si  muriera. Qué haría la gente. Si se pondrían tristes o les valdría madres. Fueron varios meses, en los que pensaba que podría morir joven.

Ahora lo único que me preocupa a ese respecto, es que mi Gil se quede sin su padre. Pero eso es lógico. Debe ser una preocupación universal de todo padre, bueno, de casi todos.

Me gusta la concepción que tienen ciertas culturas ancestrales, llámense nativos norteamericanos o asiáticos, o de cualquier otra cultura. La idea de que una vez que mueren tus ancestros, cuidan tu andar y el de los tuyos. Que cuando tú mueras, protegerás a tus descendientes.

Me parece de una lógica abrumadora. Quién más podría tener interés en resguardarte, en protegerte. A quién más le preocuparían tus malos pasos. Sólo a ellos.

Con igual lógica veo a quienes adoran a La santa Muerte. Quién más justo que la muerte, más imparcial. La muerte es nuestra única certeza, lo único que en realidad nos hermana. A quién mejor encomendarse que a  la dama blanca. Quién más podría prolongar o preservar tu vida.

Pero como he dicho, sólo es un razonamiento lógico. De mi lógica. Me suena más coherente que un Dios que es uno y tres a la vez, padre e hijo de la misma purisisisima mujer. 

Que finalmente yo no le rezo a nadie. 

miércoles, 2 de julio de 2014

de nombres propios


En días recientes, bueno ya no tanto, hubo dos casos que llamaron la atención de los medios aquí en México. Dos casos sobre violencia intrafamiliar. Pero aparte de la nota roja y la descomposición social que se evidencia, me resaltó mucho el nombre de las víctimas: Owen y Dominic.

Cuando hablé sobre la originalidad buscada por una muy grande porción de la sociedad (apuntes sobre la tan mentada originalidad), señalaba como una de estas características la elección de un nombre, supuestamente original, que marque al niño desde un inicio, como alguien no del montón, más bien alguien especial.

Porque qué tiene de especial ser: Antonio, José, Juan, Arturo, Diego, o Pedro; en todo caso ser: Ian, Stiv (Steve), Brayan (Brian), Didier, Yobani (Geovanni) o Maicol (Michael). El deseo invencible por blanquear, al menos el nombre, ya que la piel no se puede, o en todo caso, cuesta más trabajo y dinero.

En el documental Freakonomics, se analizan, basados en números, algunos aspectos de la vida de los estadounidenses. Uno de ellos, es un estudio bastante interesante sobre la relación entre los nombres de las personas y el éxito o fracaso que puedan tener en su vida, o al menos, en la percepción que sobre ellos se tiene, sin conocer otra cosa que sus nombres.

El realizador habla acerca de la discriminación existente, a partir de los nombres que tiene la gente. Gente discriminada por llevar un nombre culturalmente de raza negra (Shaniqua, De Marcus, Leroy, etc.), frente a nombres anglosajones.

Me puse a pensar si esta relación discriminatoria se extrapolará a México. Ya que, al menos en mi experiencia, estos nombres “blancosygringos”, los llevan niños y jóvenes de clases sociales bajas, gente pobre. Si llegado el momento, al ver el nombre Brayan Pérez Rodríguez, cargue sobre el un saco de adjetivos negativos, como pasa con nuestros vecinos.

No lo sé, sólo el tiempo lo dirá.