lunes, 28 de octubre de 2013

de la caballerosidad


Sube una mujer a un autobús en el que no hay asientos disponibles. Muchos de estos asientos están ocupados por hombres. Dice la mujer en voz alta, molesta: –Mmm, ya no hay caballeros. Alguien contesta desde el fondo: –No señora, lo que no hay son asientos.


Me choca la idea de ser un caballero. De la caballerosidad. De ser caballeroso. O al menos la idea que aquí se tiene de los caballeros. Creo que eso de ser caballero, al menos aquí en México, tiene que ver forzosamente con sexo. Un favor hecho al sexo femenino esperando una retribución amistosasexual, de preferencia más sexual que amistosa. Querer quedar bien con el sexo opuesto. Por qué otra razón un hombre cede su lugar en el autobús a una mujer atractiva.

Creo mas bien en la amabilidad. En que debemos ser amables con los demás por un asunto de simple convivencia, de cordialidad. Por amabilidad le cedo mi asiento a una mujer embarazada, o con un niño en brazos; a un anciano o a un niño, porque ellos necesitan más que yo estar sentados. Estoy siendo amable, no caballeroso.

Así que, ese acto amable, lo puede hacer un hombre o una mujer. La amabilidad no tiene que ver con el sexo, con el género. Le cedemos el lugar a alguien que lo necesita más. Así de simple. Por lo tanto, esa mujer que le da su asiento a la mujer embarazada, no tiene por qué reclamarle a los hombres su falta de amabilidad; ella es amable porque le nace serlo, no porque ningún hombre fue “caballero”, y entonces ella tuvo que hacer lo que nadie quería hacer. Uno es amable por una cuestión moral, no para que te aplaudan.

Por otra parte, no creo que tenga ningún mérito abrir la puerta del auto para que entre una mujer. 

miércoles, 23 de octubre de 2013

Breves apuntes sobre ser mexicano


“Pobre México, tan lejos de dios y tan cerca de los Estados Unidos”. Porfirio Díaz.

No estoy orgulloso de ser mexicano. Ante el evidente reclamo, le mencionaba a mis estudiantes, que es como cuando una madre tiene un hijo delincuente: lo sigue amando - quizá nunca deje de hacerlo -, a pesar de saber las cosas que ha hecho, pero no puede estar orgullosa de su hijo. Mas bien siente vergüenza, se siente avergonzada como madre.

De hecho, he de decir también, que no creo que en este país se entienda muy bien lo que el “honor” representa. Aquí el deshonor se tapa con nada. En otros contextos, a causa de deshonor una persona termina con su vida, no puede soportar la deshonra, la vergüenza; el haber dejado de ser una persona honorable. Aquí no pasa nada, aquí un político corrupto alega que es parte de un complot o de una socorridísima cortina de humo. Y nada pasa. En la siguiente administración tiene otro hueso para seguir mamando del presupuesto. Aquí mas bien un hombre siente mancillado su honor si su hija queda embarazada, sin estar casada. Y aún hay quienes las obligan a casarse con el desdichado/suertudo. ¡Ha manchado el honor de la familia! Qué infame mujer.

Existe en este país olvidado de dios, una doble moral escandalosa.

Se habla de los “hermanos latinoamericanos”, únicamente cuando es alguien nacido en otra parte de América quien tiene un logro importante. Juan Martín del Potro, Miguel Cabrera o Jefferson Pérez son orgullos latinoamericanos. Nos alegramos de sus triunfos, nos los apropiamos, porque son “nuestros hermanos”. Pero también llega el momento de alardear que los mexicanos “somos más chingones”, y al menos yo no recuerdo que al hablar de Lorena Ochoa o de Ana Guevara se hablara de orgullos latinoamericanos, son orgullos nacionales, nada más. Pusieron muy en alto el nombre de México (no sé si aleccionan a los atletas y artistas para decir esta frase gastadísima).

Nuestra mirada es como en el mapa. Miramos hacia arriba, con una veneración casi celestial a los Estados Unidos, y hacia abajo, con desprecio y prepotencia a centroamericanos. Nos lamentamos por el trato injusto e inhumano hacia nuestros paisanos en Estados Unidos, que no parece ser tan malo, cuando vemos lo que en este país padecen centroamericanos, que también quieren vivir el sueño americano; pero eso no nos parece tan feo, tan inhumano.

Así, nos agrandamos o nos achicamos, dependiendo del nivel del rival. Hablando de futbol, de que otra cosa hablaríamos hoy día, intentamos jugarle “de tú a tú” a las potencias europeas o sudamericanas, mientras que no deberíamos tener ningún problema para ganarle a “equipos de calidad inferior y con muchas carencias técnicas”, de la Concacaf (oh sorpresa, este equipo inflado y pretensioso, mamón a más no poder, no puede ganarle a esos supuestos equipos inferiores en todas las líneas). Mamones los jugadores, mamones los comentaristas, mamones los directivos, mamones los aficionados.

Existe un cuento extraordinario, una historia contada más de mil veces, un mito, que dice que en algún momento, en algún lugar, hubo un concurso de himnos nacionales, donde el nuestro, el mexicano, quedó en segundo lugar. Sólo por debajo de la Marsellesa. Nuestro himno nacional, con todo y el buen “masiosare”, es bellísimo y el mundo lo reconoció (obviamente sólo nos ganaron los franceses). Yo escuché ese magnífico cuento desde el kínder.

Otra idea que escuchas desde que eres muy pequeño es que “Cómo México no hay dos”. O que “los mexicanos somos súper ingeniosos, creativos, etc”: La raza de cobre, elegida por dios, como un pueblo sufrido pero maravilloso, de nobles hombres y bellezas naturales maravillosas, envidia de todo el mundo.

En cierta plática de sobremesa se escuchaba la unánime queja sobre la visión que en el mundo se tenía en estos momentos sobre México. Un país violento e inseguro, lleno de drogas y narcotraficantes. Fama injusta e intolerable, producto de la Ignorancia. Yo pregunté: “Pero no es el mismo pensamiento que teníamos sobre Colombia hace algunos años”. Escuchabas Colombia y decías: droga, droga y más droga. Lo único es que la Ignorancia siempre es ajena, nunca propia. La verdad está con nosotros, no con ellos:

“El interés común suele verse como intachable, aunque sea un egoísmo colectivo. El narcisismo de la identidad no suele verse como narcisismo, excepto por los extraños que visitan a la familia, sociedad, empresa, institución, nación, que se cree maravillosa. Nuestras maravillas son la mismísima realidad. Nuestros intereses son la suprema realización de cada uno y de todos los demás”[1].

La cosa es que soy como esa madre avergonzada. Y no puedo evitar que mi ojo izquierdo se llene de lágrimas cada que escucho con atención “Hoy hace un buen día”.



[1] Nosotros, Gabriel Zaid. http://www.letraslibres.com/revista/convivio/nosotros

lunes, 14 de octubre de 2013

Mi hijo y yo, futbol, beisbol.


El miércoles 3 de octubre mi hijo jugó su primer partido de futbol, con el equipo del lugar donde ha comenzado a entrenar. Ahí estaba yo, dispuesto a apoyarlo, a estar con él. El juego empezó, y al ver a mi pequeño, me vinieron pensamientos, recuerdos, dejavús.



Dice Joan Manuel Serrat, en los “Locos bajitos”: A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción; esos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor. Mi hijo se parece a mí en muchísimos sentidos. Su mamá dice que es un clon mío, lo cuál no es culpa mía, que fue ella la que lo preparó en su panza, y si él quedó con casi todo mi material genético, así es la vida. Qué le vamos a hacer.

Veo a mi hijo y me veo a mí. Puedo ver ese temor en su mirada. Esa inseguridad tan grande de pensar que tal vez no eres capaz de hacer bien tu trabajo en el campo. Verlo con ese temor es recordarme igual. Recordar por ejemplo el torneo estatal de beisbol de 1992. Yo era el primer bat del equipo, un bat seguro y rápido. Todavía puedo recordar mi primer turno al bat en ese torneo, al que nos llevó mi madre en el Tsuru acompañados por don Rigo, nuestro entrenador. Paralizado por el miedo, sintiendo mil cosas dentro de mí, no siendo capaz de hacerle swing a la pelota. Ese primer partido lo perdimos y yo me ponché dos veces. El pánico escénico apoderado de todo mi ser. Ese mismo día jugamos otro partido, al día siguiente otros dos y a la semana siguiente dos más. Después de esos desastrosos primeros turnos, me embasé en todas las oportunidades restantes: bateando muchos hits, tomando algunas bases por bolas, anotando muchas carreras; lanzando en el único juego que nuestro equipo ganó.

No sé que tanto sea bueno o malo que Gil se parezca tanto a mí. Yo que me conozco bien, sé que no es demasiado bueno, sé bien sobre todos mis defectos. Aunque tampoco es tan malo. Pero existe una gran diferencia entre él y yo: teniendo una idea de lo que siente, puedo apoyarlo mejor, sin imponerle cosas estúpidas, respetando su ser, su persona. Puedo ser de verdad empático y un mejor padre.

Termino con el recuerdo beisbolero.

Nos teníamos uno al otro mi hermano y yo. Nos íbamos juntos en nuestras bicicletas: a entrenar martes y jueves, a jugar los sábados. Mis padres casi nunca fueron con nosotros a los partidos, como hacían otros padres. De hecho, de niños sólo recuerdo una vez en que hayan ido a vernos jugar. La imponente y extraña (extraña en nuestro campo de juego) imagen de mi padre me pusieron demasiado nervioso. De forma que aquel torneo estatal le permitió a mi mamá vernos en acción: 6 partidos en 3 días. Aunque no entendiera absolutamente nada sobre beisbol, y no supiera por ejemplo cuando aplaudir, nos apoyó con el transporte y con su tiempo. No sé si fue consciente de lo buen jugador que yo era.


lunes, 7 de octubre de 2013

Apuntes sobre mi padre.


Creo, y esto lo digo únicamente basado en mi experiencia, que cuando te conviertes en padre, intentas hacer eso que tu padre no hizo, probablemente porque no pudo. Me explico. Mi padre y sus hermanos eran 11. Así que nunca tuvo regalo de día de reyes (mi abuelo no podía comprar tantos obsequios). Motivo por el que una de sus principales preocupaciones siempre fue que el Día de reyes, mientras tuvimos esa ilusión, fuera un día especial, con muchos juguetes y pura felicidad. Él no lo pudo vivir, se esmeró en que sus hijos sí lo vivieran.

Por su educación y por otras razones, mi padre no es ni era un hombre muy cariñoso. Un padre que nos abrazara y nos dijera que nos quería, que nos amaba, así sin mas, sólo por decírnoslo. Que en lo que respecta a lo material, nunca nos faltó nada. No teníamos lujos, pero jamás faltó lo necesario. Entonces, yo creo que esta es la razón por la que yo soy así con mi hijo. Es algo que yo no tuve, y quiero que él sí lo tenga: un padre amoroso (a veces empalagoso), que se la pase abrazándolo y diciéndole cuánto lo ama. Que siempre tenga tiempo para él.

También sería justo decir que somos de generaciones diferentes. De visiones paternales muy distintas.

Él mismo decía que los nietos son amansa abuelos. Eso lo oyó de su padre. También le escuché decir que lo lógico era que amaras más a tus nietos que a tus hijos –pero eso fue antes de que se convirtiera en abuelo–, ya que era un hijo de tu hijo, y era lógico hacerlo.

Me da demasiada alegría saber que todo ese cariño que tal vez no nos dio a mí y a mis hermanos se lo da ahora a mi hijo, amor a manos llenas. Además está el plus del tiempo y los recursos económicos que pueden tener los abuelos para dedicar a sus nietos, recursos de los que carecían para sus hijos.

Estos son dos recuerdos lindos con mi padre y mis hermanos, de cuando éramos niños:

Con mi padre viajábamos en autobús, en el camión. Como vivimos en la calle principal del pueblo, el camión pasaba exactamente enfrente de la casa. Cuando nos podíamos sentar todos juntos, para que no nos aburriéramos, mi padre hacía un pequeño juego con los boletitos del camión: doblaba los 4 boletos, de forma que quedaran todos iguales, los revolvía entre sus dos manos y nos daba a elegir, ganaría quien pudiera elegir su boleto. Era un juego demasiado sencillo, pero a mí me gustaba y me entretenía (de más está decir que los celulares no existían). Nunca pude doblar los boletos tan parejito como él lo hacía.

Las veces que iba por nosotros a la escuela, nos preguntaba: -Nos vamos en taxi o nos comemos un helado. No recuerdo alguna vez en que hayamos elegido el taxi, así que cada vez que pasaba por nosotros terminábamos sentados en la banqueta de la heladería, saboreando nuestro helado, los 4 juntos. Otras veces que pasaba a recogernos nos llevaba al Sindicato de electricistas, donde jugaba frontón de dinero, con otros electricistas. Casi nunca nos quedamos a verlo jugar, porque mi hermano y yo siempre hallábamos algo en lo que entretenernos, entre lo que se encontraba jugar al frontón, en alguna pared libre dentro del sindicato.

Cuando ganaba toda la partida nos iba bien a todos (o sea, cuando ganaba dos o hasta tres encuentros seguidos, ya que el perdedor pedía el doble o nada). No sé cuánto es lo que se jugaba por encuentro, pero entonces, nos compraba una caja de Duvalines o de Carlos V, en una dulcería muy grande que estaba en la misma calle del Sindicato. El olor de una dulcería siempre me transporta a ese entonces enorme palacio donde te llenabas los ojos de mil posibilidades y colores y sabores. Además del orgullo de saber que mi padre era un gran jugador.